viernes, 20 de mayo de 2011

La Revolución Industrial, más vigente que nunca

Si hacemos memora sin duda recordaremos entre los hechos políticos, económicos, históricos y culturales más significativos que nos enseñaron en la escuela, a la Revolución Industrial. Aquella revolución que sin un gramo de ingenuidad se nos postuló como una “empresa heroica” llevada a cambo por varios países europeos y en especial por Inglaterra.
Estamos hablando de naciones que bajo el lema de “Industria y manufactura en pos del progreso mundial” instauraron los cimientos de lo que constituye hoy la sociedad posmoderna.
Sin duda, la Revolución Industrial sentó un precedente importantísimo en el ámbito de las ciencias, la tecnología y la industria. Lo que desembocó en grandes logros para el desarrollo económico a nivel global.
Se reemplaza el trabajo manual por el industrializado dando paso a lo que se denominó “producción en serie”, la misma lograba una producción eficiente y eficaz. Esto se debía a que el tiempo en que se llevaba a cabo la tarea era menor, además de la incrementación de la capacidad de producción, la reducción de los costos y el desarrollo de nuevos modelos de maquinarias mucho más modernos.
Además de lo que involucraba específicamente a la industria, la humanidad presenció otras innovaciones tecnológicas como la invención de maquina a vapor, el nacimiento del ferrocarril y la creación de las nuevas fuentes de energías imperante en ese momento, el carbón y el hierro. Todos estos cambios provocaron una mejora en las comunicaciones, en el transporte y en definitiva en la calidad de vida del hombre del siglo XIX. Hablamos entonces de un proceso económico continuo, acelerado y recíproco ya que la innovación en un sector repercutía en todos los demás.
Esto constituye a mi manera de ver un panorama un tanto acotado de lo que fue verdaderamente la Revolución Industrial. Lo cierto es que mientras el mundo se encaminaba en las riendas del progreso, cientos de personas padecían las consecuencias.
Al mismo tiempo que la industria y sus maquinarias crecían ampliamente, el rol del hombre como mano de obra era relegado al servicio de la máquina, dejando de lado las aptitudes personales. El capital humano era cada vez menos imprescindible y si se necesitaba del hombre era para su explotación y aglomeración en grandes fábricas en las que trabajaba en condiciones infrahumanas y sin recibir una remuneración digna. Las fuentes documentadas nos hablan inclusive de más de cien millones de esclavos.
De esta manera vemos como progresivamente va desapareciendo la labor artesanal y sustituyéndose por las plantas industrializadas. Podemos referirnos además a las consecuencias ambientales que generaban dichas platas industriales, la contaminación se transformó en un problema central debido a la creciente cantidad de producción y al uso de la máquina a vapor movida por la combustión de carbón.
Lo cierto es que este tipo de daños en teoría producidos en el siglo XIX son moneda corriente dos siglos después. Este tipo de perjuicios que azotan a la humanidad no sólo siguen más vigentes que nunca sino que además se ha acentuado.
Paradójicamente en el siglo XXI siguen existiendo fábricas a todas partes del mundo que albergan a millones de hombres, mujeres y niños que al igual que en la Revolución Industrial son brutalmente explotados a cambio de nada. En muchos países de Latinoamérica aún después de la sanción de tantas leyes laborales siguen persistiendo jornadas laborales insalubres, injusticias de género y hasta maltratos.
La contaminación es sin duda otro de los problemas del futuro, la tierra no sólo está manifestando su malestar mediante tsunamis, terremotos, sequías e inundaciones sino que además nos está alertando acerca de la carencia de recursos naturales que tendremos en pocos años si el hombre no hace algo al respecto. Especialista sostienen incluso que las grandes guerras del futuro serán por la energía, el petróleo y el agua.
Creemos además que aquello que en la Revolución Industrial se planteó como el incipiente “desarrollo tecnológico” ha degenerado en todo lo que hoy forma parte de lo que llamaríamos “consumismo”. El avance de la tecnología es definitivamente un beneficio para la humanidad en tanto y en cuanto mejore la calidad de vida y no se transforme en centro de la misma. El desaforado avance tecnológico hace que cualquier producto comprado, al día siguiente esté desfasado por otro mejor. Dando como resultado la imposible satisfacción de necesidades ya que éstas aumentan al ritmo de las innovaciones tecnológicas propuestas por el mercado. Lo lamentable es que este fenómeno al que se llama “obsolescencia tecnológica” o “innovación” no se circunscribe solo a la ciencia o a la tecnología sino que se ha transformado en el principio que sustenta a la sociedad posmoderna.
El desarrollo tecnológico es imparable y aparentemente la insatisfacción que genera el no poder alcanzarlo también. Quizás debamos volver a los libros de la escuela y releer cuales fueron los “buenos fines” que sustentaba la Revolución Industrial y reflexionar sobre ellos, cuestionándonos qué tanto los hemos logrado.

lunes, 16 de mayo de 2011

La economía y la moral argentinas

En la actualidad, y más específicamente en nuestro país resulta extraña la unión en una misma frase de los términos “economía” y “moral”. Podríamos decir que desde nuestra condición como argentinos dicha unión nos parece hasta contradictoria, producto sin duda, de una conciencia que aboga por la irresponsabilidad, la mala toma de decisiones tanto en entes gubernamentales como no gubernamentales, una sociedad caracterizada por el no compromiso frente a cualquier causa, la improvisación, el facilismo, y todo aquello que sin duda es diametralmente opuesto a lo que en teoría conocemos como el “deber ser”.
Partiendo de la definición de “economía” como aquella manera por la cual una sociedad administra sus recursos escasos para distribuirlos en los distintos grupos sociales; Y entendiendo a la “moral” en tanto reglas o normas por las que se rige la conducta de un ser humano en concordancia con la sociedad y consigo mismo. Podríamos sostener que nuestra sociedad posee una economía reflejo de su moralidad, es decir, que la misma no es más que el fruto de una mentalidad y una idiosincrasia distorsionadas, desviadas y en definitiva moralmente relajadas.
Y hablamos de una “sociedad” porque a menudo solemos tildar de manera para nada ingenua a nuestros políticos de turno como los únicos responsables de las inclemencias por las que transita cotidianamente la Argentina. Lo cierto es que esta mirada acotada del problema sólo reduce las posibilidades de abordarlo y en consecuencia de solucionarlo. Debemos reconocer que nuestros políticos, conforman simplemente el grupo de dirigentes que con aparente responsabilidad hemos seleccionado de manera democrática para comandar las riendas de nuestro país. Sin duda es más fácil y más simple pensar que este grupo reducido es el culpable del mal que como diría Sarmiento “aqueja a nuestro país”. No obstante, resulta indispensable replantearnos cuál es la labor que cada uno de nosotros como ciudadanos responsables estamos desempeñando para revertir esta situación agobiante.
Lamentablemente esa pequeña minoría que habla, decide y acciona en nombre de toda nuestra Nación no es más que una muestra de lo que engendra toda la sociedad argentina. Por lo que si tildamos a los políticos de corruptos, nuestra sociedad por ende, lo es también.Nuestros dirigentes son sin duda hijos de su tierra y por lo tanto de los usos y costumbres que la misma profesa.
No pretendemos eximir a los sectores dirigenciales de nuestro país, de la totalidad de la culpa, ya que consideramos que los mismos son quienes tienen la responsabilidad de instalar políticas de Estado en la económico a mediano y largo plazo, que trasciendan el periodo gubernamental de turno y puedan ser continuadas por los gobiernos siguientes.
Sin embargo creemos que la economía de un país debe formarse con la participación de todos los sectores: gubernamentales, políticos y sociales. Para que esto sea posible es necesario que nuestra sociedad contenga una moral elevada desde donde se exija partiendo de lo individual y de allí hacia la concientización de la colectividad.
Es tan inmoral el ladrón que roba a otro como aquel que teniendo la responsabilidad de dirigir la economía de un país no lo haga con la responsabilidad y eficiencia que su estatus le exige.
De esto padecemos los argentinos, no hay políticas públicas, permanentes seguidas por los distintos gobiernos ni tampoco empresarios, sindicatos y ciudadanos “comunes “que se ajusten a las normas existentes en el orden jurídico.
Sin duda, nuestro país debe volver a preguntarse qué es la moral y desde dónde debe abordarse para que de una vez por todas, pueda convertirse en el complemento perfecto de la economía argentina.

jueves, 17 de marzo de 2011

El mal que aqueja a los argentinos

Acostumbrados a sentirnos tercermundistas y a la vez empujados por el carácter sanguíneo del "ser" genuinamente latinoamericano, y más especificamente argentino nos vemos impelidos a desmentirnos, a dejarnos de engañar, a tomar distancia de nuestra propia subjetividad es por ellos que los invito a replantearnos cuáles son las causas por las que madre patria es, frente a nuestra propia mirada y la del resto del mundo, un nación en decadencia.
"El mal que aqueja a los Argentinos es la extención" decía Sarmiento en su querido "Facundo", Aguinis en cambio nos habla de "El atroz encanto de ser argentinos" en uno de sus publicaciones. Con respecto a la mirada dieciochesca del padre de la educación, podríamos decir que "la extención", en tanto elemento geográfico es en la actualidad un obstáculo superado y paradógicamente un país que lo tiene todo, es decir, todo tipo de climas, todo tipo de vegetacion, todo tipo de raices europeas en las sangres de sus habitantes, todo tipo artes generadas por todo tipo de autores, pintores, poetas, políticos y escultores reconocidas a nivel mundial es también un país que tiene todo tipo de males. Como dice Aguinis, ser argentino es para cada uno de nosotros un placer y una atrocidad. Una mochila pesada, llena de promesas por cumplir, repleta de maravillas que descubrir pero que debido al "mal tiempo" (frase tipicamente argentina)nos resulta cada vez se hace más pesada e insostenible.

lunes, 26 de noviembre de 2007

La soledad de América Latina


Discurso de aceptación del Premio Nobel 1982
Por Gabriel García Márquez

Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.

Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonios más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.

La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.

Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.

De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que Noruega.

Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.

Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.

No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.

América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.

No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.

Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.

Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.

Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido.

Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.

En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.



Este discurso fue el primer texto que leí de este autor, y desde aquel momento me encanta, G.G.M, es sin duda merecedor de tan honorable condecoración, espero que les guste, leanlo, de verdad, no se lo pierdan.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Esta ciudad se parece a ti


Esta ciudad se parece a ti… tiene tus ojos,
La misma inflexión de tus sonrisas y las cicatrices que te escondes del rostro,
Esta ciudad respira como tú, sale sonámbula en las noches a buscarme,
Se entristece de pronto cuando parto a escondidas,
Y suele complicarse según pasan las horas del día.

Esta ciudad tiene tu encanto, la capacidad de reinventarse a si misma
Y no parecer aburrida a pesar de sus años,
La misma mirada perdida entre sus calles interminables y avenidas de espuma,
La misma piel agrietada y seca de permanecer bajo el sol.

Esta ciudad tiene tus labios, los siento exhalarme de cerca,
Confesarme con frases gastadas que me extraña y murmurar entre sus
Callejones mi nombre.

Esta ciudad se parece a ti, y a tu ausencia.

No Acting

¿Dónde está la mirada al cielo con la que descendí de cerros, sin madre
los disfraces en los que me envolví para que no dolieras
y aquella máscara,
la que adquirí una noche de lluvia,
allá, mientras llovía y tronaba

a qué río, mar, nube fue a dar
el agua en efervescencia
la que enjuagó mi cuerpo,
la que frenó olvidos

y la redundancia
esa espera que no era inútil
la búsqueda
mi parada?

Rotorno

Regreso de una guerra a la que acudí sin armas
una guerra en la que no previne cómo defenderme
recorrí el sendero
me venció el aire
limpio y fresco,
falsamente fresco

regreso con muletas
mis dos piernas traen cicatrices
que
¿borrará el tiempo?

y cómo pensar en el mañana
¿cómo,
si la página se reescribe cada día,
si la palabra es puñal
no melodía?