lunes, 26 de noviembre de 2007

La soledad de América Latina


Discurso de aceptación del Premio Nobel 1982
Por Gabriel García Márquez

Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.

Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonios más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.

La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.

Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.

De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que Noruega.

Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.

Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.

No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.

América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.

No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.

Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.

Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.

Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido.

Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.

En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.



Este discurso fue el primer texto que leí de este autor, y desde aquel momento me encanta, G.G.M, es sin duda merecedor de tan honorable condecoración, espero que les guste, leanlo, de verdad, no se lo pierdan.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Esta ciudad se parece a ti


Esta ciudad se parece a ti… tiene tus ojos,
La misma inflexión de tus sonrisas y las cicatrices que te escondes del rostro,
Esta ciudad respira como tú, sale sonámbula en las noches a buscarme,
Se entristece de pronto cuando parto a escondidas,
Y suele complicarse según pasan las horas del día.

Esta ciudad tiene tu encanto, la capacidad de reinventarse a si misma
Y no parecer aburrida a pesar de sus años,
La misma mirada perdida entre sus calles interminables y avenidas de espuma,
La misma piel agrietada y seca de permanecer bajo el sol.

Esta ciudad tiene tus labios, los siento exhalarme de cerca,
Confesarme con frases gastadas que me extraña y murmurar entre sus
Callejones mi nombre.

Esta ciudad se parece a ti, y a tu ausencia.

No Acting

¿Dónde está la mirada al cielo con la que descendí de cerros, sin madre
los disfraces en los que me envolví para que no dolieras
y aquella máscara,
la que adquirí una noche de lluvia,
allá, mientras llovía y tronaba

a qué río, mar, nube fue a dar
el agua en efervescencia
la que enjuagó mi cuerpo,
la que frenó olvidos

y la redundancia
esa espera que no era inútil
la búsqueda
mi parada?

Rotorno

Regreso de una guerra a la que acudí sin armas
una guerra en la que no previne cómo defenderme
recorrí el sendero
me venció el aire
limpio y fresco,
falsamente fresco

regreso con muletas
mis dos piernas traen cicatrices
que
¿borrará el tiempo?

y cómo pensar en el mañana
¿cómo,
si la página se reescribe cada día,
si la palabra es puñal
no melodía?

Ahora que...

Ahora que nos besamos tan despacio,
ahora que aprendo bailes de salón,
ahora que una pensión es un palacio,
donde nunca falta espacio
para más de un corazón...

Ahora que las floristas me saludan,
ahora que me doctoro en lencería,
ahora que te desnudo y me desnudas,
y, en la estación de las dudas,
muere un tren de cercanías...

Ahora que nos quedamos en la cama,
lunes, martes y fiestas de guardar,
ahora que no me acuerdo del pijama,
ni recorto el crucigrama,
ni me mato si te vas.

Ahora que está tan lejos el olvido,
ahora que me perfumo cada día,
ahora que, sin saber, hemos sabido
querernos, como es debido,
sin querernos todavía...

Ahora que se atropellan las semanas,
fugaces, como estrellas de Bagdad,
ahora que, casi siempre, tengo ganas
de trepar a tu ventana
y quitarme el antifaz.

Ahora que los sentidos
sienten sin miedo.
Ahora que me despido
pero me quedo.
Ahora que tocan los ojos,
que miran las bocas,
que gritan los dedos.
Ahora que no hay vacunas
ni letanías.
Ahora que está en la luna
la policía.
Ahora que explotan los coches,
que sueño de noche,
que duermo de día.
Ahora que no te escribo
cuando me voy.
Ahora que estoy más vivo
de lo que estoy.
Ahora que nada es urgente,
que todo es presente,
que hay pan para hoy.
Ahora que no te pido
lo que me das.
Ahora que no me mido
con los demás.
Ahora que, todos los cuentos,
parecen el cuento
de nunca empezar.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Y LO HE DADO TODO


Y lo he dado todo por esa mirada tuya

que pertenece al tiempo al fuego a las raíces

al agua viva al viento inasible de las palabras

a todo aquello que desnuda

por esos ojos que me dicen una noche así de pronto

y un amanecer cuando me miran

y sacuden un blandísimo puñal sobre mi pecho

yo sólo quiero saber quién soy

adónde voy cuando de ti vengo

cuando a ti regreso.


Te digo que a veces mis sueños se pierden

en la siniestra garganta de la noche

y es cuando anhelo

la tibia fragilidad de tus brazos

para cubrirme del miedo.

domingo, 4 de noviembre de 2007

No quiero


No quiero que te toquen otras manos

Ni que te roce otra piel

Que otros labios te roben tu encanto

O peor aún, tu corazón

O peor aún, tu corazón

Ni tengan tu perfume

No quiero, no quiero, no quiero

No quiero que te tengan en sus sabanas

Ni que estén entre tus sueños

Que quieras a otra

O peor aun la ames

Estoy segura que si Tina escribiera lo haría de esta manera, son palabras que me hacen recordarla. Gordi te quieroooo!, este post te lo dedico a vos! bye!

Será cuando te des cuenta



Y ya no te hablo sin mirarte la boca.
Ya no te miro sin desnudarte con la mirada.
Ya no te acaricio sin estremecerme.
No creo en este final.
Cambiamos las cosas.
Y ahora como se acomoda?
El destino juega malas pasadas,
Pero no creo en su veredicto, amor.
No será hoy, ni mañana, ni pasado.
Será cuando tenga que ser.
Cuando te des cuenta.

jueves, 1 de noviembre de 2007



El amor es siempre paciente y amable.
Nunca es celoso.
El amor nunca es jactancioso o presumido.
Nunca es descortés o egoísta.
No es ofensivo y no es resentido.
El amor no toma placer de los pecados de las otras personas, pero se deleita de la verdad.
Está siempre listo para perdonar, para confiar, para creer, para esperar, y para soportar lo que tenga que venir.


Qué meritorio aquel que alcanza tan arduo objetivo, este texto es una invitación al cambio de una vida cotidianamente ordinaria a un estado casi efímero, pero real ,no tengo duda de eso.